En tercer año hemos visto el tema de ser santos en la presencia de Dios. Para esto el Señor nos liberó de toda forma de esclavitud; desde la esclavitud en Egipto, hasta las sucesivas y nuevas formas de esclavitud. Porque su proyecto es que vivamos en libertad, como dice el Apóstol Pablo: “para ser libres nos liberó Cristo”.
En la antropología cristiana, el hombre, nosotros, somos vistos como seres corporales, racionales y espirituales. Somos una masa homogénea entre estos tres mundos que consituyen nuestro ser. Seres con cinco sentidos corporales, con inteligencia y con libertad. Y de todos los dones con los cuales el Señor nos dotó, sobresale el don de la libertad.
Aunque, en honor a la verdad, nos cuesta ejercer la libertad, nos cuesta salir del rebaño, para ser yo mismo. Para hacer lo que creo que debo hacer, aunque muchos no estén de acuerdo y piensen de manera distinta.
Fuimos elegidos para ser santos. Y sólo pensar en esta idea, nos apabulla. ¿Yo santo? Si yo no tengo nada de eso que caracteriza a los santos que conocemos en la Iglesia… y, sin embargo, SI. Cada uno de nosotros llevamos la marca del Dios Santo, somos su obra, somos su creación, y tenemos la impronta, el sello, de la santidad y estamos impulsados, llamados, dirigidos hacia la santidad.
Este camino, esta peregrinación hacia la santidad, se realiza en este mundo concreto en el cual estamos insertados a través de nuestra familia. Y es un camino arduo, con muchísimas alegrías y también muchos sufrimientos, por eso quisimos identificarlo con el desierto. Ese desierto por el cual transitó el pueblo elegido al salir de Egipto durante cuarenta años. Ese desierto al cual se dirigió Jesús y en el cual durante cuarenta días enfrentó tentaciones y luchas espirituales para salir fortalecido e iniciar su vida pública.
Ese desierto en el cual vivió Juan el Bautista, los monjes anacoretas y los monjes cenobitas. Ese desierto que hoy día es nuestra ciudad, nuestro barrio y, a veces, nuestra propia familia y nuestra propia casa. Porque nos referimos al desierto no tanto en cuanto lugar físico, sino como una experiencia espiritual.
Aún hoy con tantos modos de estar conectados unos con otros, al final del día, estamos solos, rodeados de soledad.
Alguna alguien contó que sufrió una gran “desolación”, estaba triste, sólo, abandonado de todos y de todo… sin ganas de vivir… y visitó a una señora amiga, con varios hijos de los cuales era amigo en la parroquia. Ella captó su estado espiritual y en un momento en que quedaron solos me preguntó que le pasaba… al contarle, ella le contó: “yo tuve siete hijos, y cada vez que tuve que parir a cada uno, estuve totalmente sola… aunque rodeada de mucha gente, profesionales, enfermeras… pero ese momento lo viví siempre en profunda soledad”. Fue una confidencia que cambió su modo de ver el desierto, la soledad… porque es ahí cuando crecemos, y es ahí donde estamos siempre solos… Nadie puede crecer en mi lugar, nadie puede crecer por mí… lo debo hacer yo solo, rodeado de soledad, de silencio.
Otro hecho que marcó la idea sobre el desierto, de la soledad, del silencio, fue la experiencia de este mismo hombre en un monasterio… estuvo 30 días con los monjes, sintiendo el peso del silencio, como algo aplastante, oprimente… hasta que un día, caminando por el parque sintió que eso que para él parecía vacío, sin nada, estaba poblado de vida, estaba lleno… estaba repleto… y comenzó a caminar con cuidado en un mundo, que a partir de ese momento se le manifestó poblado de nada y de todo. Después de esa experiencia dejó de tenerle miedo a la soledad, al silencio… ahora los extraña, y si pasa mucho tiempo sin ellos, su interior me reclama volver a encontrarlos…
En este caminar por el desierto sin embargo, hay mucha vida, muchos desafíos, muchas novedades… Es el espacio y el tiempo concreto para vivir la santidad, conforme uno la va descubriendo, en las ocupaciones en las cuales cada uno se siente llamado a vivir, y que aportan esa alegría, serenidad, de estar haciendo algo que plenifica, hace bien, llena. Ahí está Dios presente, actuando a través de nuestras manos, de nuestras palabras, de nuestros gestos, de nuestros afectos. Y lo que estaremos haciendo estará lleno de santidad de Dios, que pasó a través de nuestras manos y de todo nuestro ser.
Y sin darnos cuenta, estaremos santificando el mundo, con todos los mundos que abarca, el mundo del trabajo, de la política, de la familia, de la cultura, de las ciencias, de la música, de la economía… para hacer de esos mundos, ocasión de progreso, de evolución, de santidad… Estaremos haciendo de nuestro suelo, un pedazo de cielo. Estaremos siendo sujetos que hacen presente el Reino de los Cielos, que tanto pedimos repetidamente en la oración que nos enseñó Jesús: “venga a nosotros tu Reino”, y no sólo haciéndolo presente sino también llevándolo a su plenitud, en un “ahora pero todavía no”.